Como abogada especializada en derecho de familia, he acompañado a muchas personas en momentos complejos, donde las emociones, los vínculos rotos y la incertidumbre económica se entrelazan. Pero más allá de las particularidades de cada historia, hay algo que siempre intento recordar y transmitir: la pensión alimenticia no es un trámite más, ni una herramienta de confrontación. Es, ante todo, una forma de cuidado.
En derecho, cuando hablamos de “alimentos”, no nos referimos únicamente a la comida. Se trata de todo lo necesario para que un niño, niña o adolescente crezca con dignidad: alimentación, vivienda, vestimenta, atención médica, educación, actividades recreativas, contención emocional. En definitiva, todo aquello que contribuye a su desarrollo físico, emocional y social.
Sabemos que estos procesos muchas veces llegan en contextos difíciles. Separaciones, cambios económicos, relaciones familiares tensas. Pero justamente por eso, nuestro rol como profesionales del derecho no se limita a presentar escritos o asistir a audiencias. Escuchamos, orientamos, buscamos salidas posibles y justas. Acompañamos a las familias desde el conocimiento legal, pero también desde la empatía.
La pensión alimenticia no debe ser vista como una obligación impuesta por el otro, sino como una responsabilidad compartida con la infancia. Cuando una madre o un padre solicita una pensión, no está reclamando para sí: está ejerciendo un derecho de su hijo o hija. Y cuando alguien cumple con esa obligación, no solo está acatando la ley, está siendo parte activa del bienestar de sus hijos.
Trabajamos con la convicción de que cada resolución debe respetar el interés superior del niño y ajustarse a las posibilidades reales de quienes deben cumplirla. Porque detrás de cada expediente hay vidas, hay historias, y sobre todo, hay niños que necesitan adultos comprometidos.