En el ejercicio de la abogacía, especialmente en materias sensibles como el derecho de familia, es común encontrarnos con personas atravesadas por emociones intensas. Nuestros clientes llegan a nosotros en momentos de crisis, muchas veces dolidos, enojados o desesperados. Y ahí es donde se vuelve fundamental que quienes ejercemos esta profesión sepamos tomar distancia emocional y mantener la mesura.
Como abogadas y abogados, no estamos para replicar el enojo de la parte, ni para alimentar su conflicto. Nuestra labor es escuchar, contener y luego traducir esa experiencia en términos jurídicos, aportando herramientas que permitan una resolución justa y viable. No se trata de no empatizar, sino de entender que nuestro rol no es el de vengadores, sino el de profesionales que ayudan a sus clientes a encontrar salidas legales a sus problemas.
Lamentablemente, no siempre se ve así. En más de una ocasión he compartido procesos con colegas que adoptan la causa como si fuera propia, perdiendo objetividad y dejando de lado la posibilidad de construir acuerdos. Cuando los abogados se posicionan con la misma carga pasional que sus clientes, el proceso se empantana y, lo que es peor, se deteriora la relación entre colegas, algo que debería estar por encima de cada caso particular.
Defender con firmeza no es lo mismo que atacar sin límites. El respeto mutuo entre colegas no es solo una cuestión ética, sino también estratégica: muchas veces es ese vínculo profesional el que permite abrir caminos para una solución más rápida y menos dolorosa para las partes.
La mesura, entonces, no es debilidad. Es responsabilidad. Es profesionalismo. Y es también una forma de cuidar no solo a nuestros clientes, sino al sistema de justicia en su conjunto.